A más de un año viviendo en pandemia, ya se hace sentir el cansancio y hasta la normalización de los contagios y muertes por el SARS-CoV-2, no solo por parte de la población, sino también desde el mismo gobierno. Como una forma de re-concientizar sobre la gravedad de la enfermedad es que entrevistamos a cuatro personas de la intercomuna de Concepción, que por coincidencia resultaron ser todas mujeres. Algunas cayeron hospitalizadas por la gravedad de sus síntomas; otras, no tuvieron una sintomatología tan grave, pero desarrollaron secuelas que arrastran desde hace meses. Todas rastrean el contagio a un origen laboral.
Por Cecilia Ananías Soto
Chile y nuestra región se encuentran en un complejo escenario sanitario: este viernes, la Región del Biobío superó los 950 casos diarios de COVID-19. Mientras que a nivel nacional se registró un récord de más de 9 mil contagios en un solo día.
El intento de retornar presencialmente a clases, un exceso de empresas calificadas como esenciales, las aglomeraciones en el transporte público, los permisos de vacaciones, fiestas clandestinas y un discurso gubernamental entre exitista e incoherente parecen habernos arrastrado hasta este panorama. Mientras que, desde distintas áreas de la ciencia, advierten otra deuda: una incorrecta comunicación de riesgos, que llevó a que muchas personas rebajaran sus medidas de cuidados tras la llegada de las vacunas, mientras otros siguen creyendo que el virus es un “invento” o que es “solo una gripe”.
Es por eso que decidimos recoger los testimonios de cuatro mujeres de la intercomuna de Concepción, quienes estuvieron hospitalizados y hospitalizadas por coronavirus y/o que hasta hoy tienen secuelas a raíz de esta enfermedad. Cabe destacar que entregaron sus testimonios de forma voluntaria, respondiendo a un llamado en redes sociales y que todos y todas pueden rastrear su contagio a un origen laboral. Te invitamos a leer sus historias.
“Lloraba porque sentía que me iba a morir y que no me había despedido bien”
Gloria Daza Moya
Periodista y estudiante de Derecho, 29 años
Hospitalizada por neumonía por COVID. 10 meses con secuelas
Angustia. Miedo. Trauma. Esas son las emociones que se desprenden del relato de Gloria Daza, quien hasta hoy debe lidiar con las secuelas de COVID-19. A pesar de sus cuidados, su pololo se contagió en una de las tantas empresas extractivas del Biobío y, por consiguiente, también enfermó ella. Ocurrió a principios de junio del 2020 cuando el gobierno aún se negaba a decretar una cuarentena total en Concepción y era común escuchar en los puntos de prensa del Minsal que, “quienes resultaban más afectados, solo eran personas mayores o con condiciones preexistentes”. No era su caso.
El primer síntoma fue el cansancio, que confundió con estrés por sus certámenes de Derecho. Luego, vino la fiebre, molestias a la garganta y un dolor de cuerpo que nunca había experimentado. “Yo he tenido influenza y no es como eso. Yo lloraba porque me dolía estar en cualquier posición”, se remonta. Al poco andar, descubrió otra señal alarmante: cada vez que se levantaba de su cama para ir al baño, sus manos tomaban una coloración entre morada y azulada. “Hasta que un día, de la nada me empecé a ahogar y me fui a negro. Desperté en la cama, toda molida; mi pololo, con las pocas fuerzas que tenía, porque también estaba enfermo, me arrastró y subió ahí como pudo. Y de ahí no me pude volver a parar sola”, explica.
Gloria tuvo que comprar un oxímetro y ahí descubrió que estaba saturando muy bajo, llegando a 85%; en adultos a nivel del mar, la oxigenación normal es del 95 al 100%. Respiraba tan mal, que “no era capaz ni de agarrar las tapas de la cama y correrlas. No me podía el cuerpo. Me tenían que dar comida en la boca y llevar al baño”.
De ahí en adelante, su estado no hizo más que agravarse: “Hubo un día en que sentía que me iba a morir de lo horrible que me sentía. Mi pololo me puso el oxímetro y la máquina piteaba sin parar. Me desmayé, desperté, vomité y me volví a desmayar. Él llamaba a la ambulancia, pero estaba tan colapsado todo, que le dijeron que esperara a que perdiera la conciencia del todo para volver a llamar”, cuenta aún visiblemente emocionada por todo lo que vivió.
La baja oxigenación avanzó hasta que una noche no fue capaz de hablar ni de mover su cuerpo, excepto por un dedo, con el que alertó a su pololo. Él estaba tan desesperado, que estaba dispuesto a salir de la casa y ser multado con tal de conseguirle atención, porque se negaban a enviar una ambulancia. Por suerte, coincidió que llegó un equipo de la Seremi de Salud a fiscalizar que estuvieran en domicilio. Ahí se dieron cuenta que ella apenas hablaba y pelearon por teléfono hasta que, varias horas después, la vinieron a buscar un equipo de paramédicos:
“Me acuerdo que mi pololo me puso mucha ropa encima, me subieron a la camilla, nos despedimos a la rápida y me subieron a la ambulancia. Iba de camino al hospital, sin saber a dónde me llevaban, como con 5 litros de oxígeno y me acuerdo que me puse a llorar, porque creí que me iba a morir. Sentí que no me había despedido bien de mi pololo y de mis papás, pensaba en ellos, en mi perrito. El paramédico me tomó la mano y me dijo que estuviera tranquila, que íbamos al hospital y que entre todos me iban a ayudar para que me mejorara. Y como que eso me tranquilizó”.
En el hospital le diagnosticaron neumonía por COVID. Le dieron antibióticos y quedó hospitalizada, aunque jamás quedó conectada a ninguna forma de máquina, probablemente por lo colapsado del lugar. No la pasó bien: “Aunque estoy agradecida de quienes me atendieron, también estuve largos periodos sola, sin agua, suero, comida y ni siquiera alguien que me llevara al baño. Tenía frío, no había ni una frazada. Tiraba y tiritaba”.
Estuvo solo dos días y decidió retornar a su hogar. Allá, pasó una semana por su cuenta, porque a su pareja se le había acabado la licencia y tenía que volver a trabajar. Como sus síntomas no mejoraban, optó por ser trasladada a la casa de sus papás. “Sabía que me costaría volver a la normalidad, pero no sabía que tanto. Pasaban meses y seguía faltándome el aire, con dolor de cabeza, me costaba caminar, así que fui al médico”, relata.
Desde entonces, no ha parado de ir a distintos especialistas, debido a la gran cantidad de secuelas que dejó el COVID-19 en ella: “Primero descubrieron que tenía la vitamina D por el piso y pre diabetes. Luego, me descubrieron una tiroiditis de Hashimoto y un quiste en la tiroides. Después, el broncopulmonar se dio cuenta de que tengo hipertensión derivada del COVID. Ahora tengo que ir a cardiólogo, por posibles problemas al corazón; al otorrino a revisarme una carraspera; al inmunólogo, porque no dejan de cambiar de color mis manos; y debo ir al psiquiatra, porque tengo estrés postraumático”.
A nivel mental, Daza afirma que “febrero fue mi peor mes. Me habían designado vocal de mesa y eso me desató una crisis de ansiedad. Gracias a los informes de mi psicóloga, me excusaron. Me da terror volver a contagiarme o que alguien de mi círculo se contagie. Estuve muy mal cuando mi mejor amiga, quien es médico, se contagió trabajando. Siento que somos sobrevivientes y que es terrible, que la gente no se da cuenta. Hay gente que desea que los demás se enfermen, como para que aprendan la lección, pero yo jamás podría desearle eso a alguien”, finaliza.
“Creo que la escuela no tenía las condiciones para que trabajáramos presencial”
Luz Elena Pino Molina
Educadora diferencial, 52 años
Más de 1 mes con secuelas
Me pide que conversemos escribiendo y no por audio de WhatsApp, porque le cansa hablar. Me va respondiendo las preguntas lo más rápido que puede, mientras espera a que le brinden atención en la Mutual. Le digo que, si la llaman, no se preocupe e interrumpimos la entrevista. Aunque conversamos por alrededor de dos horas, finalizamos todo sin que la llamaran a la consulta.
Luz Elena Pino respondió rápidamente al llamado de testimonios, porque en este mismo momento está en la búsqueda de respuestas a las secuelas que le dejó la enfermedad. Me aclara al tiro que no está entre los contagios por los permisos de vacaciones. De hecho, fue al lago Lleu Lleu con un PCR negativo, “para no contagiar a la comunidad” y al retornar a su hogar volvió a examinarse y continuaba negativa. Sus problemas comenzaron cuando el ministro de Educación, Raúl Figueroa, hizo un llamado a retornar a las clases presenciales, justo cuando el Biobío atravesaba un veloz aumento de casos.
“Yo soy parte de un equipo directivo y nos decían que teníamos que retornar a la modalidad presencial. Me tocó reunirme con la directora y la jefa técnica viendo unos lineamientos. Como nos quedábamos en la escuela, almorzábamos sacándonos la mascarilla y también compartiendo con los y las colegas auxiliares. A los días después, la colega directora dio positivo”, explica.
Inmediatamente calificó como contacto estrecho, “así que tuve que ir a hacer cuarentena en otra casa, para no afectar a uno de mis hijos, que es asmático. A los dos días, comencé con tos y dolor de espalda. Me fueron a tomar PCR y también di positivo. Eso ocurrió a finales de febrero”, relata.
La docente intentó solicitar ser trasladada a una residencia sanitaria, porque dormía con su hija adolescente, pero tardaron dos días en conseguirlo. Del Hotal Pettra, pasó a exámenes a la Mutual, porque temían que tuviera neumonía por COVID. “Por suerte” resultó ser una bronquitis derivada de la enfermedad.
Aunque su experiencia con la enfermedad activa no fue tan traumática como la de otros pacientes, hasta hoy lucha contra las secuelas. “Continúo con mucho dolor de espalda y me canso al caminar o hablar. Por eso vine a revisarme”, agrega. Lo más difícil ha sido la incertidumbre y el desconocimiento respecto a los efectos que deja este coronavirus. “Algunos dicen que es normal que tenga estos síntomas por un mes. Otros dicen que puedo quedar con asma crónica y yo era alguien que jamás en la vida tuvo un problema respiratorio”, agrega con frustración.
Tiene una mirada muy crítica a lo ocurrido: “Creo que la escuela no tenía las condiciones para que trabajáramos presencial. Y el Ministerio de Educación tiene responsabilidad por apurar a los establecimientos a esa modalidad. Nuestro trabajo se puede hacer desde la casa y así no se habría arriesgado nadie”, puntualiza.
Hoy mira con preocupación todo lo que está ocurriendo. “Me preocupa cuando se le entrega la responsabilidad a las personas por los contagios, cuando no han sido claros desde el gobierno. El mismo hecho de que llamen a presencialidad en la educación, cuando las condiciones no están. Y que se llame a cuarentena cuando las personas están muy mal económicamente y las políticas van solo a un sector muy vulnerable. Si hay trabajadores que salen igual enfermos, por miedo a perder la pega. Y para qué hablar de la salud mental. Son muchas las reflexiones”, concluye, dejando muchas preguntas abiertas.
“La peor parte de la intubación fue explicarles a mis papás por videollamada que quizás no volvería a verlos”
Katherine Lobos Ferreira
Gradista de Derecho y procuradora judicial, 31 años
Hospitalizada e intubada por COVID. 10 meses de secuelas
Katherine Lobos solía tomar muchos resguardos ante la enfermedad. De hecho, cada vez que su pareja la visitaba, él se hacía un PCR, para descartar haberse contagiado en su trabajo. Lamentablemente, a pesar de haber recibido un resultado negativo, un día que llegó a su hogar, empezó con síntomas.
Fueron a Urgencias juntos y ahí él dio positivo: “Sentí que se me caía el mundo. Me agarraba la cabeza hincada, porque soy asmática y habíamos estado con mis papás y hermanos el fin de semana en mi casa. Para evitar contagios, decidí irme a residencia sanitaria, pensando que no se habían contagiado. Error: ya lo estaban”, relata.
Fue trasladada al Hotel Pettra, donde destaca las buenas instalaciones. “Pero no había medicamentos y los médicos sólo iban en las mañanas, así que si te ponías mal en la noche estabas solo”, agrega. En su caso, sus síntomas eran la tos, dolor de cuerpo y cefaleas “horribles, donde me dolía hasta las cuencas de los ojos”. El cuarto día, la tos no paraba y su presión no dejaba de subir. Días después, “la tos no me dejaba pararme y me hacía vomitar. Ya el último día rogué ayuda y lloraba porque no podía respirar: me fueron a controlar y saturaba 86. Ahí recién llamaron a la ambulancia”.
La gradista de Derecho fue llevada al Hospital Regional, donde quedó en una sala “con abuelitos de noventa y tantos años que se habían contagiado en un hogar”. Tras varios exámenes, debió ser trasladada a la UTI para que le colocaran una cámara de alto flujo, “y si eso no funcionaba, tendrían que intubarme. Le pregunte al doctor cuál era mi pronóstico y nunca olvidaré que, con una cara de cansancio y de estar chato, me dijo que había pacientes que despertaban de la intubación y otros que no y que mi pronóstico no era tan bueno por mis preexistencias”.
Fue tan impactante, que solo se lo contó a su pololo y unas amigas. “En la mañana el 15 de julio me llevaron a la UTI y me pusieron de guatita. Me pusieron esa cámara de alto flujo y a esperar lo mejor. En la tarde mis exámenes salieron peor, así que me avisaron que me conectarían a un ventilador mecánico y me pondrían en un coma inducido y debía avisarle a mi familia”, continúa su relato.
Para ella, la peor parte fue explicarles a sus papás “que quizás no volvería a verlos o a hablar con ellos. Pero me hice la fuerte, los videollamé, les dije que todo estaría bien y que en 10 a 12 días volvería. Sonreí falsamente para que me creyeran, lloraron y me dijeron que Dios me protegería. Corté, llamé a mi mellizo y mi cuñada; ahí, mi hermano me dijo que debía volver, porque iba a ser tía. Fui de las primeras en saber. Ahí me quebré, llamé a mi pololo le pedí que no sintiera culpa, que lo amaba, que tenía miedo pero que todo estaría bien y que iba a luchar…”, agrega emocionada de recordar aquella escena de su historia.
La llevaron a la UCI, rodeada de personas, donde lloró y el personal la intentó tranquilizar: “Me dormí rezando y rogando poder volver a ver a mi familia”. En su caso, sí logró despertar, aunque fue sumamente duro ese regreso: “Recuerdo el dolor en mi garganta. Me explicaron que me había sacado sola el ventilador en la sedación. No podía moverme y veía mis piernas amarillas. Dormí por 7 días, aún con oxígeno y conectada a máquinas, mis brazos llenos de moretones. Por afuera de mi vidrio, veía pasar la gente mirándome como si fuera un zoológico”, detalla.
Luego, comenzaron las alucinaciones. “Alucinaba con gente que moría como imágenes, escuchaba y veía cosas, juraba que las enfermeras me querían matar y colocar aire en mis vías. Aluciné con niños haitianos, con prostitutas que llegaban exigiendo que les hicieran el examen. Aluciné que escuchaba a mis papás que me iban a buscar en una ambulancia para sacarme de ahí, porque me querían matar, familias que morían juntas ahí intubadas, vidrios que se quebraban. Fue desesperante, porque nunca había sentido tanto miedo en mi vida: estaba en una pieza literal pensando que me moriría aún”, explica.
No sabía que ya estaba mejorando, hasta que se empezó a sentir mejor y la dejaron hacer un videollamada. “Hablé con mi mamá, mi hermano y mi pololo. Él lloró de felicidad de verme. Hablar con ellos me dio fuerza”, explica. Después de eso, pudo ser desconectada del oxígeno y caminar unos pasos. Fue trasladada al Hospital Traumatológico y le entregaron su celular, donde se encontró con miles de mensajes, cadenas de oración y distintas formas de amor.
Lamentablemente, mientras ella mejoraba, su padre fue trasladado a la UTI de la Clínica Biobío, posiblemente a ser intubado. “Lloraba y pedía perdón, porque era mi culpa que él estuviera así”, agrega emocionada. En paralelo, estaba con terapia kinesiológica para volver a caminar. En el hospital también fue testigo de tristes escenas, como cuando despertó a las 2 de la mañana y se dio cuenta de que su compañera de pieza, una abuelita de 92 años, la estaban metiendo en una bolsa tras haber fallecido.
A los días después de esa escena, le dieron el alta y pudo reunirse con su familia, incluido su papá, quien finalmente no requirió intubación. Pero su lucha contra el virus no se ha detenido. Entre las secuelas que le dejó suma fatiga, mareos, hipertensión por COVID, problemas de memoria y trastorno de estrés postraumático. “Soy una agradecida de ser una sobreviviente, de la familia, pareja y amigos que tengo, que movieron el mundo con sus cadenas de oración y buenas vibras por mí. Aunque vivamos con miedo constante de un nuevo contagio y, a veces, sea abrumante el exceso de información y el conteo diario, para mí la vacuna es una esperanza.”
“Un fin de semana, exploté del dolor. Era una cosa que no me dejaba dormir, al punto del llanto”
Carolina Durán Mella
Periodista y alumni UdeC, 31 años
Con secuelas hace un mes.
Carolina Durán era otra persona que se cuidaba mucho, pero que también sabía que ella y su pareja estaban expuestos al virus por sus trabajos. Si bien su caso no es tan grave y no requirió hospitalización, jamás habría imaginado que le dejaría con secuelas.
“Todo partió en marzo y porque mi pareja se contagió. Creemos que fue un día que salió a trabajar y como lo hace de forma independiente, es difícil seguir la trazabilidad. Él comenzó con síntomas bastante severos. El primer PCR que se hizo, salió negativo, pero seguía mal, con fiebre, dolores, mucha tos, pésimo. Fuimos de nuevo, le hicieron un escáner de tórax y ahí salió el diagnóstico de neumonía por COVID-19”, parte su relato.
A él le colocaron un medicamento intravenoso para estabilizarlo y fue retornado al hogar. Debido a eso, la joven periodista quedó automáticamente calificada como contacto estrecho: “Me revisaron los pulmones y nada, me hice PCR y sí salió positivo, lo cual es paradójico, considerando que no tenía nada visible en ese minuto. Nos aislamos y por suerte, no se contagió mi hija de 12 años”, continúa. Poco tiempo después, Carolina comenzó con síntomas.
“Se sentía como un resfrío muy fuerte, algo de tos y sería todo. Pero también fueron momentos de angustia, de no saber qué hacer. Después fuimos entendiendo el tema de las notificaciones e hicimos la cuarentena de 11 días. Al día 11 fuimos al médico los dos y a mi pareja lo dieron de alta y a mí no, porque me seguía sintiendo cansada y débil. Estuve 1 semana más con licencia”, agrega la joven profesional.
Cuando vino su alta, volvió a trabajar. Debía trabajar presencial, porque es parte de una institución público, pero pidió partir a distancia para volver de forma progresiva. “Pero al terminar la semana, me empecé a sentir cada vez peor. Muchos dolores de cabeza y musculares, que hacían que fuera difícil hasta estar sentada frente al escritorio trabajando. Y después de ese fin de semana, exploté del dolor. Era una cosa que no me dejaba dormir, al punto del llanto, de no saber qué hacer, qué más tomar”, relata.
De pronto, recordó que tenía una patología inmune. “La había olvidado porque estaba en remisión y controlada. Ante la sospecha de que esto se hubiera reactivado, me hice varios exámenes y esos exámenes arrojaron que no se había reactivado. Pero sí revelaron que tenía secuelas del COVID”, precisa. Después de eso, vino un vals de especialistas. Además de la médico que la dio de alta, fue a broncopulmonar “y como no tenía nada en los pulmones, me vio 10 minutos y dijo que no tenía nada”. También ha visto a reumatóloga, la ha acompañado una kinesióloga osteópata que la trataba de antes y ahora se atiende con unos médicos internistas de la Universidad Católica, “que han sido muy empáticos, me han acompañado durante todo el proceso. Porque igual me sentía un poco incomprendida antes de eso, cuesta encontrar el médico idóneo. Recientemente los vi a través de telemedicina y sí, tengo secuelas del COVID. Me dejaron con un tratamiento paliativo para los dolores y tengo que ir viendo cómo va resultando todo eso, porque son dolores incapacitantes”.
Otros problemas que ha enfrentado en el camino a su curación, ha sido la poca cantidad de médicos especializados en Concepción y que el sistema de salud está enfocado en lo urgente. “Es angustiante enfermarse, cruzas los dedos para no sufrir un síntoma peor y luego toca cruzar los dedos para no tener secuelas. Ojalá se pueda visibilizar más, porque existe, es real y hay gente a la que le está pasando. Hace falta un centro público que reciba a quienes ya tuvieron la enfermedad. Creo que esto todavía está en pañales y falta mucha investigación al respecto”, puntualiza. Para visibilizarlo, está usando sus redes sociales personales. A quienes estén atravesando lo mismo recomienda paciencia y estar acompañado/a del profesional idóneo.
Debido al interés por enviar testimonios, este reportaje tendrá una segunda parte.